La primera vez que pedí permiso para ir a una fiesta de “grandes” tenía 15 años. El grupito de las chicas “populares y adultas” del colegio iban a ir a una discoteca y me habían invitado, y yo que tenía idea de una “disco” solo por lo que había visto en la televisión quería ir. Afortunadamente mis padres que nunca me han dicho “no” a nada –casi a nada- me dieron el permiso. Desde ese año y el próximo, siempre los permisos eran iguales, hasta determinada hora –no más de 2 a.m-. y mis amigas tenían que ir a dejarme a casa o uno de mis hermanos mayores tenía que ir a recogerme.
Para ser una de las pocas chicas del salón que sí le daban permiso para ir a la discoteca, me sentía privilegiada y feliz.
Pero me mudé/mudaron de ciudad y ese mismo año ingresé a la universidad. Aún no tenía DNI, ni amigos, ni ganas de conocer mi nuevo espacio de vida, así que no era mayor problema pasar sábado tras sábado en casa.
Ya en la Universidad, empezaron los trabajos grupales y las salidas también. A veces tenía la necesidad de quedarme a dormir en casa de mi compañera Katiuska y fue con ella con quién empecé a conocer las primeras discotecas de Iquitos.
Con los meses mis padres ya no se tragaban el cuento de que mis trasnochadas eran exclusivamente por trabajo, así que empezaron las llamadas de atención. Y para llegar a un acuerdo salomónico, un buen día me dijeron: “sabemos que la universidad te demanda mucho tiempo y por eso tienes que pasar mucho tiempo fuera de la casa. Desde hoy hemos decidido darte toda la libertad que quieras, pero eso si, el primer error que cometas, tendrás que asumir con la misma responsabilidad que dices tener ahora” (en conclusión: si sales con tu domingo siete, ¡¡¡FUISTE!!!)
Esa libertad me ha permitido quedarme hasta días seguidos en casa de cualquier amiga sin problema alguno y sin temor a cuestionamientos. Aunque mis padres ya no me cargan con el interrogatorio-mismo-delincuente como cuando tenía 17, siempre está la pregunta ¿dónde dormiste ayer?. Afortunadamente siempre he tenido la respuesta exacta y verdadera para sus dudas. Pero una crece, la vida cambia y las hormonas se alborotan. Y hoy en día, en algunas ocasiones, si necesito una buena historia para justificar las ausencias en mi cama.
La primera vez que me quedé a dormir fuera de casa y no precisamente para dormir en la de una amiga, recuerdo que tuve que armar toda una historia que encaje con el tiempo, las horas y los lugares. Recuerdo que involucraba la lluvia, el frío y lo peligroso que es manejar la moto a la una de la mañana, hora que casi siempre terminan los «cócteles» a los que acudo eventualmente por «motivos de trabajo”.
Recuerdo que aquella vez era como si hubiera seguido un curso acelerado de 25 minutos –tiempo que demoraba de su casa a mi casa- sobre actuación e improvisación, pero ¿saben qué pasó?, pues nada, no me dijeron nada.
Otra vez me quedé a dormir fuera de casa y necesitaba encarnarme en alguna ganadora de Oscar a mejor actriz. Recuerdo que cargaba en el rostro la mentira en todo su resplandor y la vergüenza también. Temía que al responder la habitual respuesta: “en casa de fulanita” uno de mis hermanos o mi padre diga: pero ¿qué hacías saliendo de un hotel por la Plaza de Armas?. Y si bien a ese lugar todo el mundo entra y sale como si nada y sin roche, no había previsto ciertos detalles. (por cierto, este encuentro con ese aminovio fue muy pintoresco y gracioso que quizá algún día lo cuente). Aquella ocasión llegué a mi casa con el cuento perfecto, pero para mi sorpresa, no hubo pregunta alguna.
Ahora muchos dirán, ¿pero cuál es la bronca? ¿acaso es pecado? La respuesta definitivamente es no, pero para los que tienen padres que te repiten sobre importancia de la pureza, la integridad y el cuento del vestido blanco, es importante ser un poco generoso con esas tradiciones familiares y no desengañarlos sin que te lo pidan.
Por eso, no dudaré en inventar más “cócteles”, “trabajos de fin de curso”, “lluvias inesperadas”, “cumpleaños de mis mejores amigas” y amen de historias.
Por cierto la última vez que me quedé a dormir fuera de casa, fue por una salida a una discoteca. Esa madrugada me quedé en casa de mis tíos, con mi amiga Mel. A las seis de la mañana estaba de regreso a mi casa. Insólitamente cuando salía de ducharme mi padre en la puerta del baño me pregunta algo ofuscado, ¿y tú dónde has amanecido?, con toda la chanza del mundo le respondí: ¡EN LA CASA DE UN HOMBRE!!